Tiempo de silencio

Rememorando el titulo de la novela de Martín Santos, me viene a la memoria el hecho de que se acerca el otoño, sus fríos, sus nubes negras, sus cambios de temperatura. Se acerca este embajador del invierno sevillano de manera sinuosa, casi sin avisar, y de pronto las calles se vaciarán, se quedarán mudas, los niños estarán en casa preparando tareas del colegio, los ancianos dejarán las terrazas de los cafés y los turistas volverán a Copenhague o a Ámsterdam, dejando nuestras calles silenciosas; tan solo alguien paseará a la caida del sol un perro.

Todo se volverá frío, mudo, húmedo, hostil y buscaremos refugio en los interiores, el verano será un recuerdo feliz: en la ciudad, ellas, las que oran en sus cenobios, en la clausura de sus conventos, seguirán en su día a día hablando con su fiel esposo, Dios, intercediendo y orando por nosotros por este mundo que un día decidió olvidarlas y relegarlas al abandono.

Hay quien opina que ya no están de moda, que no tiene sentido la vida contemplativa, pero su labor es única, altruista, callada, como una manera de acercarnos al Creador en un mundo loco y cambiante, irreflexivo y que cada día se deshumaniza más.

Sevilla fue puerta de América y en nuestra ciudad se asentaron las principales congregaciones religiosas: dominicos, franciscanos, carmelitas, jesuitas y un largo etcétera edificaron en nuestra ciudad sus casas profesas, sus sedes monacales donde formar a los novicios que iban a América y Asia, nuestras posesiones de ultramar, a realizar la evangelización.

El número de conventos que la ciudad y su diócesis llegó a albergar se acercaría casi al centenar, unos conventos que atesoran una riqueza y patrimonio artístico incalculables; las familias nobles y la monarquía rivalizaban en su patrocinio cediendo casas e inmuebles asi como numerosas donaciones.

Los mejores artistas del momento: Mesa, Roldan, Murillo, Valdes Leal, Zurbarán, trabajaron para ellos en su altares, en sus retablos, en sus enseres, creando con ello para esta ciudad un hecho único y diferencial; algo inabarcable e invalorable.

Ahora esos conventos agonizan, su estado de conservación es muy mejorable, techos, pinturas murales, patios, celdas, todo requiere intervención urgente y en este ambiente conviven con nosotros cuatrocientas religiosas que abstraídas en su oración viven con pocos recursos y con mucha edad.

La crisis de vocaciones se ha cebado en la clausura, son muy pocas las hermanas que desean seguir la vida contemplativa y las que hay tienen una media de edad muy alta. Esta falta de religiosas se ha suplido con jóvenes de otros lugares, África y Sudamérica principalmente, siendo los europeos una gran minoría entre esa marea de color y de voces con acentos allende los mares.

Con este panorama tan preocupante, hay una sociedad civil que se debe organizar para ayudar a las religiosas y que su vida sea más agradable, que puedan seguir con sus oraciones que tanto bien nos hacen y al mismo tiempo tratan de recuperar y mantener ese patrimonio artístico único.

Un ejemplo de esta organización lo representa la Hermandad de la Antigua y San Antonio de Padua. Corría el año 1941, cuando D. Salvador Benítez congregó a un grupo de personas compuesto por familiares y amigos, así como de empleados de los almacenes de tejidos Benítez Hermanos, de la compañía de seguros La Previsión Española. Estos, movidos por la apremiante necesidad de auxiliar a las monjas de clausura, aportaban una cuota periódica para ayudar a los conventos. Hay que recordar el contexto histórico que nos movemos: los españoles teníamos la llamada “cartilla de racionamiento individual”; la distribución de alimentos racionados se caracterizó por la mala calidad de los productos y puso de manifiesto la corrupción generalizada y el mercado negro. Los conventos se estaban recomponiendo de los saqueos producidos en la guerra civil. Así es como ya en el año 1946 se oficializan las primeras Reglas de nuestra hermandad.
En todos estos años la hermandad se ha regido por cuatro reglas distintas, sin embargo los fines siguen siendo los mismos: “Ejercer la caridad cristiana contribuyendo al mantenimiento y cuidado de las comunidades de religiosas de vida contemplativa de la Archidiócesis de Sevilla”. Actualmente en la Archidiócesis existen 33 conventos de clausura; 13 en Sevilla capital y 20 en la provincia, lo que se traduce en 16 localidades diferentes y aproximadamente unas 410 religiosas de vida contemplativa.

Estos números suponen un gran reto para la hermandad y sus hermanos, mirar con mimo y atender cariñosamente a las solicitudes que desde los diferentes cenobios les llegan. Las necesidades son innumerables, estas comunidades soportan el gasto de unos inmuebles que albergan un gran valor patrimonial. Edificios con siglos de existencia que componen la geografía urbana, tanto de nuestra ciudad como la de algunos pueblos. “Sevilla es una ciudad conventual” palabras del profesor Gabardón de la Banda. La historia de nuestras plazas, calles e incluso la fundación de numerosas hermandades se debe a la ubicación de estos conventos, como antes hemos mencionado, puerto base a la evangelización del Nuevo Mundo.

Somos, tras Roma, la segunda ciudad con más conventos de clausura femeninos; la pérdida de un convento supone el empobrecimiento cultural y religioso de la urbe. Tenemos el triste ejemplo de Santa Clara o el más reciente con el cierre temporal del convento del Socorro.

En nuestra sociedad actual, de tanto ruido, de estrés, de comunicación a través del móvil, mucha gente busca un retiro mental, desconectar, una escapada… incluso hay quien se va al Tíbet o algún lugar apartado de todo; en Sevilla tenemos la suerte de poder entrar en una Iglesia conventual, donde el silencio se mezcla con el canto de las horas, el olor a dulces, el ruido de la campanilla del torno, la sombra de los árboles del claustro, el bisbiseo de una oración, la mirada tras la reja, el tiempo hace una pausa en los rincones de sus muros. Nuestro anterior arzobispo hablaba de que los conventos son: “…como turbinas, generadoras de una gran cantidad de energía sobrenatural…”.

Los monasterios deben ser ayudados y protegidos, estas edificaciones contienen vestigios que relatan los diferentes movimientos artísticos y estilísticos que hemos vividos durante los siglos precedentes en Sevilla y Europa; pero sin duda, el mejor tesoro y más valioso que alberga un convento es una monja. Sin ellas los cenobios serían monumentos inertes, sin luz, sin brillo, sin alegría, espacios muertos sin sentido, con obras de artes difícilmente entendibles. Es por ello que no debemos abandonar a las comunidades de Clarisas, Cistercienses, Carmelitas Descalzas, Jerónimas, Dominicas, Agustinas Concepcionistas, Agustinas Ermitañas, Capuchinas, Carmelitas A.O., Comendadoras del Espíritu Santo, Mínimas, Salesas, Concepcionistas y Mercedarías Descalzas.

 

GUSTAVO DE MEDINA Y ÁLVAREZ
CEO de Ibersponsor, Consultores de Comunicación

MANUEL GARCÍA PRECIADO
Hermano Mayor de La Antigua

 

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